Hace un tiempo atrás paseando por la calle Providencia hacia la Galería Drugstore – es mi lugar preferido cuando visito Santiago – me detuve frente a un vendedor de “chapitas”, una que mostraba la fórmula de la serotonina cautivó mi atención, la revisé un largo rato, hasta que el vendedor me dio el valor, lo que indicaba que nuestra relación comercial había llegado a un punto límite. La dejé en su lugar y busqué un café donde seguir reflexionando sobre la mencionada “chapita”. Comprendo que estas líneas no tendrían ninguna utilidad de ser escrita, pero es que a mí me nace una necesidad de hacerlas, quizás debiera hacerme cargo de las tres palabras que George Orwell escribió: Why I write. Por cierto, Joan Didion desarrollo una respuesta a esto, en su artículo “Por qué escribo”, teniéndolo presente obviaré la osadía de dar una perorata justificando mis propias razones.
Retomaré mi reflexión en el café pues la imagen de la mentada “chapita” me hizo recordar a mi hermano, que varios lustros atrás intentando enseñarme química me engaño diciendo que si quería comprender el número de Avogadro tenía que activar mi función cerebral en modo abstracto. Con los años las buenas intenciones didácticas de mi hermano se derrumbaron como una torre de dominó, pues posteriormente la química resulto muchísimo más concreta que las materias filosóficas y teológicas en que me inicié y decidí profundizar estudios.
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